En su ensayo El Gran Viaje, Gabriela Wiener escribe: «Cuando te acostumbras a la soledad, de repente los desconocidos se vuelven cercanos y los conocidos unos extraños. Lo ajeno es lo normal y lo inusual es que algo te pertenezca». Este síndrome de lo extraño es uno parecido al de El extranjero, de Camus, donde el protagonista se ve tan ajeno a su entorno que se siente precisamente como el título de la novela: una persona apartada de las convenciones, alguien que observa con ojos foráneos, que siente con corazones distintos, que actúa por razones diversas.
Recuerdo la primera vez que regresé de una estancia larga lejos de mi ciudad. Tenía diecisiete años y todavía no había redes sociales tan desarrolladas como para dar la ilusión de una presencia constante. Correos electrónicos y mensajes de chat eran las formas de comunicación más inmediata —además del teléfono, que por ese entonces su tiempo todavía era controlado por la temida tarifa de larga distancia. Al regresar a Mexicali, decía, aunque no lo supe sino hasta meses más tarde, lo que había dejado ya no era lo mismo. Mis amigos, especialmente. Unos habían dejado de escuchar cierta música, otros comenzaron a consumir drogas, otros empezaron a salir en serio con una chica y, lo más extraño (aunque también lo más lógico), fue que yo también había cambiado. Nos encontrábamos en el mismo espacio, pero algo había desfasado nuestros tiempos.
En uno de sus apuntes Nietzche sentencia: «There is no being, there is only becoming». No he encontrado traducción satisfactoria para este aforismo al español, pero aventuro una: “No existe el ser, sólo existe el siendo”. Desde que la escuché por primera vez en una conversación universitaria cerca de Los Ángeles, a los veinte años, no ha dejado de sorprenderme.
Ayer platicaba con una amiga sobre los nuevos migrantes de Haití y África que van poblando el centro de la ciudad. Producto de catástrofes naturales, dictámenes económicos y mezquinas políticas públicas, las rutas migratorias tradicionales se quiebran y los condenados buscan otros caminos para llegar al norte. Con Europa impenetrable, el Mediterráneo no ha dejado de crecer como cementerio y, así, aparece América, tentadora. Aunque hablo de humanos, la frase de Nietzche puede aplicarse también a las estrellas: sólo el cambio es constante. Lo dijo Mercedes Sosa, y lo dijeron también varios griegos y chinos antes que ella.
Hace poco más de cien años Mexicali no existía y este desierto era recorrido por gente que habitaba entre La Rumorosa y el delta del Colorado. Poder ser, para ellos, dependía del cambio. Como el poema continuo de Roberto Juarroz, «el texto que nunca se termina / y nunca se interrumpe, / el texto equivalente a ser», nuestras vidas son como una bola de nieve que va recogiendo vivencias a su paso; unas por afecto, otras por obligación.
La diferencia entre el viajero y el migrante, escribe Wiener, radica en las marcas que deja la experiencia. Mientras el viajero busca lo diferente a pesar del costo —emocional o físico—, «los migrantes pasamos cada día delante de la Sagrada Familia o la Torre Eiffel sin emoción». Lo que me recuerda un cuento.
Durante la dictadura cívico-militar uruguaya, cientos de miles de personas huyeron del país. Por más de diez años aquél pequeño lugar no tuvo más viajeros que sus migrantes; no más migrantes que sus exiliados. «Los sueños se marchaban de viaje —escribió Galeano—.Helena iba hasta la estación del ferrocarril. Desde el andén, les decía adiós con un pañuelo».