¿DUEÑOS O PERTENENCIAS?

El problema de la mente común, que no de la gente común (ese, ya Carlos Monsiváis dixit, es el “pecado original” de nacer “faltos de riqueza”) es la posesión. Poseer algo (o a alguien) es la manera más simple de adjudicarse importancia y, en consecuencia, valor propio. Desde esta perspectiva, la importancia de uno radica en lo que posee y no en sí mismo, ya que, de lo contrario, lo poseído perdería su valor y por ende el atractivo o la importancia del que lo desea.

Desde hace varios días vengo escuchando explosiones afuera de mi departamento. La segunda mañana que las escuché salí al callejón para saber de qué se trataba. En el cielo había pequeñas nubes de humo blanco sobre Reforma. Caminé hasta la esquina pasando los negocios para tramitar visas láser y, saludando a un conocido que se dedica a pescar clientes para tal fin, llegué a la calle México. La procesión de los fruteros para la Virgen de Guadalupe estaba en marcha.

Adormilado, seguí a los devotos hasta catedral. Matachines de diferentes colores y tamaños bailaban y se daban machetazos entre sí —o lo pretendían—. Hace poco una amiga me contó su emoción cuando, después de no verlos desde su infancia, pudo observar otra vez la danza de bufones, diablos, deformes y demonios marchar hacia la iglesia.

Una vez frente al templo, en la explanada peatonal, encontré carritos de tamales, elotes, champurrado y dulces de fruta llenos de abejas. Señoras con apariencia de profesoras de educación física y grupos de jóvenes organizados por los fruteros bailaban “La guadalupana” en círculo. Como todavía no desayunaba me acerqué a uno de los carritos.

El elotero platicaba con un hombre que montaba una bicicleta de montaña. Pedí un elote con todo —mayonesa, queso y salsa— y me quedé a escuchar la conversación:

«El otro día me dijo que andaba en sus días —dijo el hombre en bicicleta, un tipo con gorra de béisbol azul y bigote de morsa—, pero luego luego me preguntó que si cuándo le mandaba dinero. Pos yo también ando en mis días, le dije, todavía no es quincena. No se puede así… Que mi primo me va a mandar dinero de Los Ángeles, dice; que ya nomás pasa esta semana y me lo manda. Pero ya lleva así no sé cuánto y nunca manda nada el condenado primo».

El elotero, un hombre pequeño con acento del sureste mexicano, siguió la conversación: «La última vez que hablé con ella me dijo que si no le mandaba otros quinientos pesos me iba a abandonar. Óyeme, le dije, pero si te acabo de mandar mil pesos hace unos días. No importa, necesito comprar qué comer —para estas alturas yo ya formaba parte de la conversación y también me miraban cuando contaban algo—. ¿Y si te mando mil pesos para que te vengas para acá? No, no me voy a ir de aquí, me dijo; ni aunque me mandes dinero; yo voy a hacer lo que yo quiera».

El hombre de gorra azul prendió un cigarro y yo le volví a poner salsa al elote. «Te llevo a comer lo que quieras, le dije —siguió el elotero—, o a donde quieras, pero vente para acá. ¿Cómo le voy a andar mandando dinero si no sé qué está haciendo allá? Pero no. Si no me mandas dinero ya no quiero estar contigo, me dijo, y colgó».

La conversación se detuvo en eso y los tres compartimos un silencio. «Las mujeres nomás andan buscando formas de no trabajar y conseguir dinero», dijo el hombre en bicicleta. Poco después añadió: «Voy a tirar el agua».

Cuando el hombre de gorra entró a una mueblería el elotero se me acercó: «Te voy a decir algo que no quería decir con él aquí: lo peor que le pasa al amor es que lo traicionen —dijo—, si eso pasa, la misma a la que amabas ya no significa nada. Ya no te importa nada. Dicen que a las mujeres no se les debe pegar, pero no siempre es verdad eso», y me contó cómo fue que él era víctima de extorsión por parte de una fichera de bar. Que ella veía a otros hombres, que siempre le pedía dinero, que él siempre la esperaba para comer y ella lo único que hacía era gastarse la plata que le daba y que, la vez que le pegó, lo hizo porque en una discusión (en la cual ella había intentado ahorcarlo mientras dormía) ella le dijo que no era hombre suficiente.

«Los seres humanos funcionamos gracias al malentendido», dijo Carlos Castilla del Pino, parafraseando a Baudelaire. ¿Tendría razón, a doscientos años de distancia, el poeta maldito por excelencia? Todavía no contestaba al comentario del elotero cuando llegó una muchacha con pecas, embarazada. Pidió un elote con todo con cierta urgencia en la voz y yo aproveché para retirarme de ahí.

El texto anterior fue parte de una serie de crónicas que se publicaron a finales de 2016 y principios de 2017 en el diario Monitor Económico y en la revista El Septentrión. El orden en el que aparecen aquí no corresponde a su cronología original.