Cada que digo que no volvería a vivir en Estados Unidos —y de manera particular en Los Ángeles—, mucha gente se sorprende, especialmente si son de dicha ciudad. Comprendo que las personas que nunca han visitado California encuentren mi declaración difícil de creer, pero es así. Si el primer mundo es un lugar donde los índices de equidad social, participación democrática, acceso médico, escolar, laboral y de transporte —entre otros— son altos, entonces la ciudad de Sunset y Pico, de Santa Monica y Compton, de Claremont y Commerce, debe ser descartada.
A mi entender de la historia, debido al boom automovilístico de principios del siglo xx, la construcción de la presa Hoover en los años ‘30s, el descubrimiento de yacimientos de petróleo en la costa Oeste y el resultado favorable de la segunda Guerra Mundial para los Aliados, la ciudad de Los Ángeles se convirtió en el modelo urbano que la prosperidad norteamericana prometió a los que llegaran hasta ella. Así, la leyenda de El Dorado cambió de nombre y la llamaron California: un lugar con carreteras anchas para el coche que todos tendrían, residencias unifamiliares con patio, cochera y zaguán, mano de obra barata y extranjera con pocos derechos laborales, y —lo más importante para los que diseñaron el proyecto— privacidad y distancia de ciertos problemas percibidos en ciudades industriales del Este como Nueva York o Chicago, esto es: una creciente diversidad étnica, económica y cultural.
Desde la Plaza del Mariachi, sobre la calle Primera, se puede ver el skyline del centro cívico y financiero de Los Ángeles. Para llegar a él hay que cruzar tres semáforos, un puente (protagonista de incontables películas) y caminar las pocas cuadras que forman el Arts District y el Pequeño Tokio. Dos kilómetros separan un quiosco colonial, al este del río, de un letrero que dice Main Street en downtown. A pesar de su cercanía, no obstante, las historias de estos barrios van por líneas paralelas que se pueden resumir en lo siguiente: hacer lo mismo de un lado del río te puede matar al otro.
Nico es nativo de Boyle Heights desde hace 40 años. Es dueño de una tienda de ropa local, junto a su esposa, y ambos son activistas contra la especulación inmobiliaria. «No hace mucho —me dijo la semana pasada— mataron a un chico por estar grafiteando con sus amigos. Los chavos empezaron a correr cuando vieron a la policía y un oficial le disparó a uno de ellos por la espalda. Tenía catorce años y estaba corriendo, ¿sabes? La cosa es que en el Arts District hay mucha gente que hace lo mismo: ponen su tag, grafitean las bardas, llenan de stickers las señales, pero a ellos la policía no les hace nada. Lo que ellos hacen allá es “arte”, pero aquí es vandalismo y te disparan».
Pocas ciudades en el mundo tienen los mismos niveles de desigualdad que la megalópolis hollywoodense. «En Los Ángeles —dice William Robinson, profesor de UCLA— hay una pobreza del mismo nivel que las que hay en muchas partes del Tercer Mundo, de dimensiones salvajes». Baste pensar en los multimillonarios de Bel-Air o Malibu y compararlos con los vagabundos generacionales de skid-row; o a los junkies de South Central con los junkies de Beverly Hills.
Incapaz de detenerse a riesgo de colapsar sobre sí misma, la ciudad es un organismo que no puede dejar de absorber a sus ciudadanos. Carente de espacios públicos, de plazas y parques donde las comunidades puedan relacionarse, el estilo de vida que promueven las distancias y las autopistas es uno donde la rutina se basa en ir de la casa al carro, del carro al trabajo, y de regreso.
Pero el glamour del dinero es fuerte. Grandes y pequeñas ciudades, cercanas o distantes, creyeron y adoptaron esta idea de progreso californiano. Pensemos en nuestra ciudad, por ejemplo, y contemos el número de plazas o espacios públicos por cantidad de habitantes. A eso sumémosle nuestra dificultad para transportarnos sin carro y las miles de casas abandonadas en la periferia por una ridícula postura inmobiliaria: si no hay camiones, escuelas, hospitales, fuentes de trabajo ni lugares de esparcimiento, es obvio que nadie querrá vivir ahí.
Por estas razones, además de contar con pocas cosas más atractivas que el ceviche sinaloense o la Laguna Salada, no es extraño que la residencia personal se haya convertido en nuestro lugar sagrado. «Yo no viviría en otra parte que no fuera Mexicali», me confesó una tía mirando su patio desde su sala. A pesar de haber viajado por Europa y Asia en calidad de turista, para ella no existe mejor sitio que el que ya conoce. Sin embargo, al seguir hablando del tema, ambos descubrimos que lo que más le gustaba de Mexicali no era la ciudad en sí, sino su casa. Porque cuando un espacio común nos ofrece muy poco, o no puede ofrecernos nada, el mejor momento del día es llegar a tu espacio personal para echarte a ver películas y series. Como con las personas que amamos, nuestro cerebro también nos engaña con nuestros lugares.