En su ensayo Sobre la experiencia, Michael de Montaigne cita a Cicerón diciendo que «filosofar no es más que aprestarse a la muerte». De todos los temas posibles, hablar del fin de la vida es, en efecto, uno de los más delicados. «Si la muerte nos espanta —dice el francés—, [entonces] constituye un continuo motivo de inevitable tormento». Con esto recuerdo a Gabriela, una señora italiana de 60 años con la que viví un tiempo en Parma y que, cuando empezaba a platicarle mis lecturas existenciales, me decía con ojos tristes: Querido, no hables más de esas cosas. Yo por esa época quería morirme a más tardar a los 65 años, y Caetano, su esposo, tenía 64.
Hace unos días platicaba con un amigo que, en sus desventuras de artista, ha tenido que aceptar cualquier tipo de trabajo que se cruce por su camino. Esta vez ayudaba a un hombre de 50 años a remodelar parte de su casa en la colonia Industrial. El hombre vivía en un cuartucho que construyó sobre el edificio original (el cual rentaba) una vez que su esposa lo había dejado, años atrás. «Yo no robo —me aclaró mi amigo antes de continuar su historia—, pero me gusta mucho ver qué tiene la gente en sus cajones, no sé por qué». Dijo que durante su día laboral había visto cosas del señor que probablemente nadie más había visto en años, y que la persona en cuestión era, a todas luces, rara:
«Tenía su ropa tirada por todos lados, la alacena estaba llena de tierra, había unas sopas Maruchan caducadas desde el 2012, una tira de clonazepam vacía encima de una mesa desordenada, varias fotos de su familia y, lo que más me llamó la atención, fue un bote de pintura para el cabello —mi amigo pareció recordar algo importante—: Cuando movíamos unas cajas me dijo que trabajaba vendiendo seguros». Supongo que un chispazo de orden en medio del caos resulta menos comprensible que su ausencia. Luego él agregó: «A veces imagino qué pensaría la gente si me muriera de la nada y entraran a mi casa; si vieran mis cosas, mis cuadernos, mis notas, mis herramientas… y si encontrando todo eso cambiaría la imagen que tienen de mí».
Para este punto ya nos habíamos servido otro whiskey. «A lo mejor algunos le darían más valor a ciertas cosas y según ellos yo sería eso; o a lo mejor se explicarían de cierta forma mi muerte si encontraran otras cosas. ¿Te das cuenta de cómo podemos hacernos ideas del Otro, imaginarlo, hacer hipótesis, llegar a conclusiones con solo ver lo que deja, viendo sus cosas?»
Quise decir lo que Montaigne: «Si fuese la muerte enemigo evitable, aconsejaría las armas de la cobardía», pero me di cuenta que no venía al caso.
En vez de eso dije que Serrat tenía una canción en donde se planteaba una pregunta parecida: Si la muerte pisa mi huerto ¿quién firmará que he muerto de muerte natural? —comenzaba, para después dar pie a otras cuestiones—: ¿Quién abrirá mis cajones, quién leerá mis canciones con morboso placer? ¿Quién será ese buen amigo que morirá conmigo aunque sea un tanto así? ¿Cuál de todos mis amores ha de comprar las flores para mi funeral?, etc. Pero no pude contestar más allá del poema y la charla continuó por otro lado.
Al fin de cuentas de eso trataba la filosofía: de las preguntas.