EL PAÍS QUE NO PUEDE LEER

Hace poco más de un mes, la señora que trabaja en casa de mi abuela desde hace más de treinta años me contó de una relación sentimental que había empezado por facebook. Como no conocía al tipo que le mandaba mensajes supuse que se trataba de una estafa virtual. Cuando me enseñó su teléfono inteligente para darle mi opinión leí sus mensajes: eran caritas, corazones, perros bailando o sintiéndose mal bajo la lluvia, un sol, una luna, un pastel con velas, unos gatos y un arcoíris. Recordé que Josefa no sabe leer ni escribir.

Varios años atrás, viajando en el metro de la Ciudad de México, observaba con una prima los diseños de las estaciones. Cada imagen de la línea se distinguía claramente de las otras por los temas que tocaba: un acueducto (Sevilla), un águila (Cuauhtémoc), un chapulín (Chapultepec), un penacho (Moctezuma), un barco (Isabel la Católica). Por ese entonces yo tenía quince años y mi prima poco más de veinte. «Me gusta que cada estación tenga un dibujo único», le dije. «A mí también — contestó ella, y después de un breve silencio—: Es para la gente que no puede leer».

En México, según los últimos datos del INEE (2013), 5.4 millones de personas entre los 15 y 64 años —la población considerada económicamente activa— es analfabeta. De las múltiples tragedias que esto puede significar para el país, la mayor es que este grupo tenga “rostro de mujer e indígena”, como señala Manuel Gil Antón, investigador académico del Colegio de México. Además de esto, dice Manuel, al problema hay que añadirle 26.5 millones de mexicanos que no han terminado su educación básica; y por si fuera poco, de los que sí terminaron sus doce años obligatorios, 60% “no sabe leer ni escribir de manera suficiente”, lo que los convierte en analfabetas funcionales —esto es, individuos incapaces de “utilizar su capacidad de lectura, escritura y cálculo de forma eficiente en situaciones habituales de la vida”.

«De los diversos instrumentos inventados por el hombre —escribió Borges—, el más asombroso es el libro; todos los demás son extensiones de su cuerpo. Sólo el libro es una extensión de la imaginación y la memoria». Carecer de escritura, en este sentido, es como no poder hablar; no poder leer, de igual manera, es como no poder oír. ¿Cómo narrar al mundo si no podemos describirlo de manera constante? ¿Cómo relacionarnos con el pasado para entender el presente y apostar por un futuro? ¿Cómo imaginarnos a nosotros más allá de nosotros mismos? Al no guardar nuestros recuerdos en tinta, dice Alberto Manguel, corremos el riesgo de perder nuestra memoria.

Si la estadística es correcta, obtener una buena educación básica en México es casi igual a echar un volado a águila o sol (recordemos que 6 de cada 10 alumnos que terminan la preparatoria tienen rezago educativo). Sin embargo, como dice Manuel, este volado está fuertemente “sesgado por la desigualdad social”. Mientras una joven indígena debe caminar diez kilómetros cada mañana a un salón multigrado donde ni siquiera hay asientos ni pizarras, un chico en la colonia Narvarte llega todos los días a su escuela en coche y toma asiento en un salón con aire acondicionado y pizarrón inteligente.

Es obvio (o debería serlo) que el avance social, económico y cultural de una nación está relacionado a su vínculo con las letras. Como nos recuerda William Hazlitt en su ensayo Caminar,baste la imagen de Alejandro Magno —sin hacer apologías a la violencia— recorriendo Asia Menor en campaña con los textos de Aristóteles “como parte imprescindible de su impedimenta”.

Todo país donde florecieron las letras fue también, alguna vez, un buen lugar para vivir. Un libro, tanto para los individuos como para las sociedades, es como una maleta donde se lleva lo necesario para hacer frente al mundo y a lo desconocido. Si la maleta no existiera, estaríamos obligados a vivir a la merced de lo que ocurre en la naturaleza; a pasar cada noche en la intemperie sin importar los climas extremos ni los peligros que abundan. Alguien debería recordarles a nuestros políticos que las potencias mundiales de hoy no son más que las herederas del conocimiento acumulado y desarrollado por filósofos, matemáticos, historiadores, científicos y poetas durante miles de años. Pero claro, esto ya lo saben ellos.

El texto anterior fue parte de una serie de crónicas que se publicaron a finales de 2016 y principios de 2017 en el diario Monitor Económico y en la revista El Septentrión. El orden en el que aparecen aquí no corresponde a su cronología original .

 

 

1 thought on “EL PAÍS QUE NO PUEDE LEER

  1. Magdalena Duarte says:

    Podemos dar una larga lista de razones por las que en México se leer y escribe tan poco, sin embargo me gustaría que pudiéramos empezar a realizar acciones para avanzar. No he leído el programa de lectura propuesto por Taibo, me gustaría mucho poderlo discutir con promotores de lectura y apoyar en la medida de lo posible este esfuerzo. Compromiso Pendiente.

    Saludos

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