ENCUENTROS CON EL PASADO

Hace unas semanas fui a la presentación de un libro. Poco antes de las seis de la tarde el lugar estaba casi vacío. Como en otros lados, en México, los encuentros con amigos prescindidos por veinte años oscilan entre el afecto y la desgana, el desinterés y la sugerencia: irremediablemente, con la incertidumbre. ¿Has visto al Güero Zúñiga?, pregunta uno. No, al que he visto es al Carlos Flores: se casó con la Rosita Ortega. ¿Y dónde estás trabajando? Estoy dando unos talleres al lado de mi casa, que es tu casa; a ver cuándo te das la vuelta, etc. 

Durante este intercambio de lugares comunes (habilidad perfeccionada por nuestra clase media) de vez en cuando alguien aventura una broma respecto a las canas, la falta de pelo o la barriga, pero pocas veces logra la efectividad deseada. Esto sucede normalmente entre hombres, ya que resulta incómodo cuando una mujer le dice lo mismo a otra, y parece simplemente ofensivo cuando un género se convierte en la burla del otro. Si esto ocurre, el aludido del chiste se da cuenta, como por arte de magia, de que le hace falta más café (aunque tenga lleno su vasito de fon) o que necesita otra de las galletas de mantequilla que pusieron a la entrada, junto a los libros que, irremediablemente, nadie compra.

La puntualidad, por su parte, no es moneda común: «Fíjate —me dijo el presentador, tomándome del brazo—, en el folleto dice a las seis de la tarde y en la página de facebook dice que a las siete. Ya ni la muelan, se la pasan confundiendo a la gente los del Instituto. Ven, te quiero enseñar algo…»

En mi silencio recordé a un primo que lleva diez años viviendo en Alemania: «En Munich han hecho de la impuntualidad prácticamente un delito», me dijo hace unos meses, mientras comíamos un choripán en Buenos Aires. «Algo de lo que me he dado cuenta es que los alemanes buscan minimizar la incertidumbre al máximo y en todos los aspectos. La verdad —concluyó sirviéndose más chimichurri—, sí son diferentes a nosotros».

A las 18:30 horas el evento va media hora tarde (o temprano, según se mire) y el mismo presentador me invita a una lectura literaria, precisamente, en el Instituto. Me enseña un cartel de promoción y me da unas impresiones: el evento ya está hecho y solo falta conseguir a los lectores. Me parece algo extraño que mi amigo decida (y pueda) invitarme a un evento oficial con una semana de distancia, pero recapacito y me digo que siete días es un mundo de tiempo para el calendario nacional. Acepto.

Se dice que el clima fue lo que obligó a los nórdicos a hacer meticulosos planes y metodologías con sus recursos. Errar una predicción podía significar la diferencia entre alcanzar la primavera o no ver otra vez al sol: un mal cálculo en la cantidad de comida o combustible, por ejemplo, o equivocarse en la duración del invierno, olvidar las horas de entrada y salida de la cueva, dejar pasar la cita con el dentista…

Desde mi asiento escucho a esos viejos conocidos hablar de viejos tiempos y trato de imaginar a las culturas del trópico en la historia humana. Parecen desafectados por el reloj. Quizá no debería sorprendernos este afán por la puntualidad que tienen los habitantes de los polos ni nuestra falta de ella. Después de todo, ¿será lógico preocuparse por un porvenir no más escabroso que unas horas de hambre antes de estirar el brazo y alcanzar una guayaba?

El texto anterior fue parte de una serie de crónicas que se publicaron a finales de 2016 y principios de 2017 en el diario Monitor Económico y en la revista El Septentrión. El orden en el que aparecen aquí no corresponde a su cronología original .